lunes, septiembre 11, 2006

Gallo que no canta... algo tiene en la garganta

No recuerdo como fue que llegó a la casa, el caso es que mi padre en vez de comérselo, decidió conservarlo como mascota. Creo que lo decidió así por la inercia de haber leído y visto “El Coronel no tiene quien le escriba”. Sea como haya sido, el gallo vivió para no ser servido en caldo. Todos los días, como buen gallo, cantaba temprano, justo a la hora en que mi padre debía de levantarse para ir al trabajo. Solía cantar frente a su ventana, pero algunos días el animal se norteaba y terminaba cantando en la mía, por suerte tengo el sueño un poco pesado y no pasaba de un entreabrir de ojos seguido del regreso al sueño profundo. Casi a la par del gallo, llegó a la casa un guajolote, y como aún era pequeño mi padre dispuso que vivieran juntos el gallo y el guajolote, por desgracia para este último, y luego de varias batallas feroces entre las dos aves de corral, mi madre decidió que el pavo mexicano no viviría más. Así que sólo espero a que sus heridas se curaran –no quería comer carne amoratada- y le dio cuello al animal. El gallo pasó a ser dueño y señor total del jardín, pero no contaba con la llegada de mi perro –un pequeño e inocente cocker-. Era de esperarse alguna reacción de parte del gallo y así fue, en el primer descuido, un día que el aun pequeño cachorro deambulaba por el patio el gallo saltó sobre de él y se dio a la tarea de picotearlo; mi madre salió presurosa al rescate y luego de un par de escobazos el gallo terminó huyendo y el cachorro siendo consolado en el regazo de mi madre –ella que decía que no iba a cargar al perrito!-. Con lo que no contaba el gallo era que aquel cachorro al que había atacado aun debía de crecer… y creció… y se vengaba en cada oportunidad. El gallo impuso record de recorrido del jardín con un cocker americano esforzándose por arrancarle al gallo el mayor número de plumas posibles, de la cola que orgulloso ostentaba, antes de que mi padre saliera al rescate de su gallo. Poco después llego la pareja del cachorro y ahora fue ella la que se divertía correteando al gallo y arrastrándolo de la cola cada que lograba darle alcance –lo cual era la mayoría de las veces-. Inclusive hubo una ocasión en que entre el perro y la perra le dejaron la cola pelona y el pobre animal, con el orgullo herido, fue a esconderse entre un helecho y se limito a salir sólo para comer la tortilla tibio y hecha jirones que mi padre le daba cada tarde; tenía el orgullo tan herido que no cantó hasta que las plumas de la cola le brotaron de nuevo… no está por demás decir que a mi padre se le hizo tarde más de un par de veces debido a la ausencia del canto de su gallo.
Hoy hace tiempo que el gallo no canta. Un día la señora que le ayuda a mi madre con el quehacer me llamo y me mostró al gallo del que tanto me burlaba cuando mi perro le arrancaba las plumas y le dejaba la cresta babeada; estaba echado en el jardín, en el lugar en el que solía comer la migaja del pan que le tiraba mi madre por las mañanas, tenía las patas recogidas y la cabeza gacha, ya no respiraba. El gallo se callo. No se exactamente cuántos años vivió, no se cuántas veces se cagó en el tapete de la entrada principal, no recuerdo cuantas veces terminó con la cola pelona por culpa de mi perro… lo único que sé es que el gallo ya no cantará más.

1 comentario:

Manolo dijo...

Y tu padre se compró un despertador.