domingo, enero 28, 2007

Ruptura

La familia siempre es lo más importante, al menos Josefa lo creía así. Todos los días se despertaba de madrugada y comenzaba la rutina: los zapatos del padre debían de estar bien lustrados; el vestido de la madre sin arrugas y el velo dispuesto en el perchero de la entrada, listo para cuando saliera con rumbo a la iglesia a escuchar la misa de las seis. También debía apurarse con el desayuno y luego ayudar a sus hermanas mientras se acicalaban para acompañar a su madre a misa. No podía faltar nada. El mínimo error podría ser fatal. Sería imperdonable que fallara en las que eran sus “únicas tareas por ser la menor de las hijas”, como le decía su madre. De sus hermanas, ninguna se había casado, pero ella, a sus cuarenta y cinco años, aún soñaba con el día en que un ilustre caballero “digno de emparentar con la familia” –como solía decir su padre-, llegase a pedir su mano. Fue entonces, mientras soñaba despierta con tan dulce futuro, que ocurrió el fatal descuido: dejo uno de los zapatos paternos con el cordel disparejo, de forma que su señor padre no pudo anudar el moño en forma simétrica. Los gritos resonaron por toda la casa. Josefa había fallado.

Parsimoniosamente Josefa empacó sus cosas en una vieja valija y salió de casa calladamente. Bajó despacio por la escalinata que llegaba hasta la calle, sin voltear siquiera a ver la casa que había habitado durante toda su vida y sólo hasta que estuvo por completo fuera de la propiedad paterna en su rostro comenzó a dibujarse un gesto, mientras por una de sus mejillas rodaba una lagrima fina y diminuta, sus labios esbozaban una leve sonrisa.

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