lunes, enero 29, 2007

De la Suave Patria al Decálogo del Orador

Es curioso como las vidas se pueden ir sobreponiendo unas en otras, asemejando escalones. Pensaba en esto mientras transcurría un acto de homenaje al que fui invitado el viernes por la tarde. Se conmemoraban cien años del natalicio de José Muñoz Cota, uno de los grandes oradores que tuvo México en el siglo XX. La ceremonia se celebró en un recinto peculiar: la casa del Poeta Ramón López Velarde, que se ubica en la colonia Roma, casi donde hacen esquina la avenida Alvaro Obregón y la calle de Cordoba.

López Velarde nació a finales del siglo XIX, en 1888, para ser exactos. Abogado y poeta, más poeta que abogado, tuvo el toque para escribirle a sus mujeres y a la patria, y se volvió inmortal por esto. Algunos seguramente recuerdan el poema que le escribiera a Fuensanta, en otros casos, recordaran alguna vez haber leído o escuchado la Suave Patria.

Por otra parte, José Muñoz Cota nació en 1907, y durante su etapa preparatoriana se inició activamente en la oratoria.

La poesía y la oratoria usan la palabra puntualmente, de eso no hay duda. Y estando allí, en la casa de López Velarde, este pensamiento tomó una dimensión diferente.

El acto se llevó a cabo en una especie de sótano bien acondicionado para exposiciones y eventos de este tipo. Por fuera, la casa conserva la fachada original, sin embargo, por dentro se notan las remodelaciones de que ha sido objeto.

Al llegar al recinto ubiqué de inmediato a algunos conocidos, a la viuda del Maestro José Muñoz Cota y me dirigí a saludarlos. Ella me presento con quienes presidirían la mesa en aquella ocasión, entre ellos José Monroy Zorivas -a quien recuerdo por los anuncios que había de él por todo Coyoacán cuando aspiró a ser delegado en las elecciones de 2006-, a los otros los veía por primera vez: Bernardo Salazar, Fabián Hernández y Jesús Boanerges, todos ellos discípulos de José Muñoz Cota.

Debo decir que no conocí a Muñoz Cota en persona, pero luego de tanto discurso panegírico uno siente que en verdad lo hizo. Pasan los minutos y sólo escucho que hablan a lo lejos, hace rato que el discurso de los ponentes raya en lo mismo y mi atención la han perdido, su viuda –a quien conozco desde hace un par de años- no hablará esta tarde. La chica de enfrente se pelea con la envoltura de una tutsi-pop; el discurso de Bernardo Salazar debe de ser gracioso porque el tipo que esta dos lugares a mi izquierda ríe a cada rato a carcajada abierta mientras todos los demás guardamos la seriedad, una de dos: o es el único que está poniendo atención o no sabe reírse discretamente.

La cosa cambia cuando le llega el turno de hablar a Monroy Zorrivas. Abre la boca y comienzo a comprender porque era el protegido de Muñoz Cota, el público presente se recompone en sus asientos y los oídos se pelean por alcanzar cada una de sus palabras. Habla sobre el destino de la oratoria en México, sobre el amor a la lectura, sobre el cariño que le guardaba el maestro a doña Alicia y como ella le alentaba en todas sus actividades y le cuidaba y le quería y le sigue queriendo. Cuenta algunas anécdotas y habla de lo debe de ser un orador, una persona congruente con lo que piensa, dice y hace. Recuerdo que Cicerón decía que el orador debía de conmover y convencer y percibo como Monroy Zorrivas ha llevado a cabo esto en los escasos diez minutos que nos ha hablado. Termina su discurso –improvisado, tal como lo ha hecho saber- y deja el ánimo del auditorio prendido. Es buena hora para terminar el evento, pero el moderador dispone que se escuche la opinión del público, lo que causa que la atención se vuelva a perder y el final del evento quede flojo.

Al salir del homenaje, ya de camino a casa, mientras recorro la calle de Cordoba, sigo pensando en la coincidencia López Velarde–Muñoz Cota. Recuerdo entonces lo que solía decir el maestro y que constantemente se enuncia cuando se habla de él:

El hombre es su palabra ella lo concreta y lo define,
es su retrato, su imagen fiel, cada hombre nace con ella;
con la suya precisamente.

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