sábado, febrero 24, 2007

Doña Pechi



El miércoles pasado inició la cuaresma, bien a bien no sé de que se trata todo esto, de mis días de catecismo recuerdo muy poco y mi abuela ahora no esta para responderme mis dudas sobre religión.

He pasado ya el primer cuarto de siglo de mi vida, y recuerdo que mi abuela –como muchas otras- era una mujer devota, muy creyente, quizá un poco más que algunas. Cuando éramos pequeños, solía llevarnos, a mi hermano y a mí, a la iglesia con ella. Esas visitas siempre resultaban estar cubiertas por un velo de misterio, pues mi abuela era la encargada de la iglesia, era la ama y señora de las llaves. Si había misa, ella debía de abrir; si el padre necesitaba algo: doña Pechi se lo proporcionaba; si había que contar la limosna: ella era la encargada… era ella quien hacía plañir a las campanas, quien tenía listos los artilugios para la misa, quien habría la puerta de la torre cuando había difunto y tenían que hacer doblar las campanas… en fin, la iglesia del pueblo en esos años no funcionaba sin doña Pechi. Pero estábamos en las visitas. Doña Pechi iba a la iglesia en horas que no eran de misa, cuando el edificio estaba vacío y, de vez en cuando, nos llevaba a mi hermano y a mí. Mientras ella atendía sus quehaceres, nos dejaba jugar por los jardines: trepábamos árboles, escalábamos por los contrafuertes hasta llegar al techo de la sacristía, vagábamos por los jardines que no estaban abiertos al público y si había un poco más de suerte, nos tocaba ver y poder visitar el cuartito donde se almacenaban los floreros, las cruces en desuso, los santos dañados y hasta un Cristo guardado en una caja de cristal que jamás vi que sacaran de ahí o que lo usaran en alguna procesión o ceremonia, había visto que en la Parroquia ponían uno similar a la entrada el miércoles de ceniza, y los parroquianos pasaban junto a él tocándole con devoción y respeto… como si en verdad aquel fuera el cuerpo de Cristo, pero esa figura de Cristo que estaba en el cuartito, creo que nunca la usaron… en fin… teníamos la iglesia para nosotros solos, y éramos los únicos niños en poder ver la iglesia así: sola, oscura, desde el techo hasta los cuartitos cerrados, y si andábamos jugando en los arcos de la barda no había problema: éramos los nietos de doña Pechi (en ese entonces no lo sabía pero creo que ahora alguien, quizá un malvado empeñado en echar a perder la diversión de dos niños, nos hubiera podido acusar fácilmente de tráfico de influencias o algo parecido). Cuando me tocó ir al catecismo ya conocía la iglesia mejor todos, sabía lo que se ocultaba detrás de cada puerta y, si quería, podría hasta haber tocado la campana sin ningún motivo. Confieso que eso lo quise hacer muchas veces, pero jamás pude, mis fuerzas, en ese tiempo, no daban para jalar la cuerda del badajo tan fuerte como era necesario para arrancarle un grito a la campana.

No recuerdo exactamente en que año fue que mi abuela dejo de cuidar la iglesia, tendría yo quizá unos trece o catorce años. Mi hermano y yo ya no podíamos salir a dar de vueltas alrededor de ella en las bicis, cada quien tenía que hacer tarea de la secundaria y era distinta (dejamos de ir a la misma primaria, cada quien eligió una secundaria distinta), el interés por la iglesia como patio de juegos ya no era el mismo y hasta el párroco había cambiado.

Aún recuerdo claramente una ocasión que a mi abuela le toco ir a vaciar las alcancías de las limosnas y contar todas las monedas, de eso ya hace mucho, aún se usaban las monedas de a 100, con la cara de Carranza de un lado. Había tenido mi alcancía de cochinito, varias de hecho, y algunas las alcancé a medio llenar y las rompí gustoso, pero ver la cantidad de monedas que le cabían a esa alcancía fue asombroso, era un cerro de monedas, con todas esas monedas podría haberle comprado la tienda entera a doña Mellos (la dueña de la única tienda de juguetes en el pueblo –esa será otro historia-). Mi abuela contaba las monedas haciendo montones de a diez mil pesos cada uno. Fue entonces que el padre Armando (el párroco más mal encarado que he visto, yo le tenía un poco de miedo: tenía la mirada muy pesada y hablaba recio) llegó. Yo me quedé quieto y seguí separando las monedas por su valor, era lo que mi abuela me había dicho que hiciera. No sé cuanto tiempo nos llevo contar todo ese dinero, sólo recuerdo que el padre también comenzó a tomar monedas de los montoncitos que yo hacía y luego los metía en un saco de lona que se tenía que llevar (en ese tiempo yo ignoraba que los padres vivían de las limosnas). Lo emocionante, lo realmente emocionante de ese día, y que hizo que le perdiera un poco de miedo al padre, fue que al terminar de contar, ya que no había monedas en el piso y que la alcancía estaba de nuevo en su lugar, el padre metió la mano al saco de lona, tomo una moneda y me la dio “para tus dulces”. Era una moneda de mil, de esas que traían a Sor Juana. No compré dulces, me gaste los mil pesotes en chunche y media, en juguetitos baratos, de aquellos que vendía doña Mellos.

En fin… el miércoles pasado andaba por Coyoacán, fui a visitar a un amigo que trabaja en la alberca olímpica y comimos cerca del centro. Luego de despedirnos recordé que era miércoles de ceniza. Quise ver si encontraba el Cristo en la entrada, pasé a la iglesia que esta cerca del museo Frida Khalo: no había Cristo. Fui entonces a la parroquia que esta en el centro y ahí lo encontré, a la entrada, con la bandeja de las limosnas a su pies y con los fieles acariciándolo cuidadosamente en alguna parte del cuerpo. Seguí la fila y terminé tomando ceniza, pero de regreso a casa me asaltó un por qué. ¿Por qué tomamos ceniza? Además el fraile o sacerdote que me la untó no me dijo la clásica: “del polvo vienes y al polvo volverás” o “polvo eres y en polvo te convertirás”. Pensé entonces ir a preguntarle a mi abuela, al día siguiente, por qué tomamos ceniza, pero casi en el mismo instante que tuve esa maravillosa idea de que mi abuela me quitara la duda, recordé que doña Pechi ya no va más a la iglesia.

Extraño a mi abuela.

No hay comentarios.: