miércoles, mayo 06, 2009

Más sobre la influenza

Estos días que pasaron la ciudad se respiraba extraña. Tuve que recorrerla un par de veces y el panorama me parecía extraño. Sin transito pesado en el Periférico o en calzada de Tlapan o sobre prolongación División del Norte o sobre Miramontes. Resultaba extraño ver a las cuatro o cinco o seis personas que esperaban por el camión tan distantes unas de otras en las paradas. Resultaba extraño que los microbuses no se aglomeraran en las esquinas de paradas prohibidas. La Ciudad estaba en calma, pero en una calma extraña. El ambiente pesado, las miradas inquisidoras para todo aquel que, como yo, no portaba cubrebocas o para aquel al que se le escapaba un estornudo o una tosesita.

Hoy volvemos a la normalidad, cualquier cosa que eso signifique.

A mi me resulta increíble que na gripe pueda provocar tanto miedo. Sé bien que no es cualquier gripe, pero aún así... en fin.

Estos días me sirvieron para poner un poco de orden en lo que aspira a ser la biblioteca de la casa y, haciendo esa depuración obligatoria de papeles, viejas libretas, revistas y periódicos, me encontré uno reciente que no sé bien a bien quien trajo a la casa. Yo los que leo los leo en linea y de vez en cuando compro el impreso. En compensación, de vez en vez me doy una vuelta por los avisos oportunos y me digo: ese auto me gusta, esa casa me agradaría, ¡ese departamento es más pequeño que mi recámara, ¿cómo pudieron distribuir sala-cocina-baño-y-dos-recámaras?! El punto es que me encontré con una columna que me agrado. La reproduzco enseguida.

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Corriente secreta

Extrañaré la influenza

Ignoro si en algún lugar de nuestros genes laten aún las imágenes estrujantes que Guillermo Prieto plasmó en sus Memorias al recordar la epidemia de cólera de 1833.

2009-05-02•Literatura

En 1890, en “El tren 081”, Marcel Schwob describió la propagación de una epidemia de cólera a través del ferrocarril. Tres décadas más tarde, en 1918, durante los días finales de la Primera Guerra Mundial, una nueva epidemia atravesó en barco el planeta. La información sobre esa enfermedad, que en menos de un año arrojaría 30 millones de muertos en el mundo, había sido mantenida en secreto por los Aliados para que la noticia de que las tropas se encontraban minadas no llegara a manos de sus enemigos. Los diarios españoles, sin embargo, informaban sin censura sobre los estragos que la epidemia estaba causando en la Península; por eso, afirma el historiador Alfred W. Crosby, aquel brote mortal fue conocido como influenza española. Un siglo después, debemos achacar a los aviones la epidemia que ha hecho que la Ciudad de México regrese en el tiempo a un instante desaparecido hace varias décadas, para convertirse en una ciudad sin gente y sin autos, en la que es posible escuchar, de un modo que nadie recordaba, el canto de los pájaros entre los árboles.

En 1918-19, la influenza dejó medio millón de muertos en México y una colección de horripilantes relatos que cubrieron los diarios de aquel tiempo. Carretones cargados de muertos que recorrían con paso triste las calles, tiendas y mercados cerrados, hospitales sin camas, boticas sin medicinas y enfermos abandonados a su suerte a los que, cuando mucho, se pretendía curar con dosis de quinina que costaban un ojo de la cara. Mi bisabuelo murió durante aquella epidemia: un médico recomendó a la familia que lo encerrara en su habitación con un frasco de Aspiroquina, y que no volviera a abrir la puerta hasta que la medicina lo aliviara, o la “bronquitis purulenta” se lo hubiera llevado a la tumba.

A aquel brote de influenza los historiadores lo han llamado, sin embargo, “la epidemia olvidada”. Las escenas que lo acompañaron fueron de tal modo dantescas que la ciudad se empeñó en borrarlas. No habíamos salido de aquella nube de olvido hasta que la nueva epidemia recorrió las calles y el temblor del martes pareció sacudir la memoria colectiva: algo que se hallaba dormido se disparó. Ignoro si en algún lugar de nuestros genes laten aún las imágenes estrujantes que Guillermo Prieto plasmó en sus Memorias al recordar la epidemia de cólera de 1833: “Las calles silenciosas y desiertas en que resonaban a distancia los pasos precipitados de alguno que corría en pos de auxilio; las banderolas amarillas, negras y blancas que servían de aviso de la enfermedad… las boticas apretadas de gente; los templos con las puertas abiertas de par en par con mil luces en los altares; la gente arrodillada con los brazos en cruz y derramando lágrimas… A gran distancia el chirrido lúgubre de carros que atravesaban llenos de muertos… En el interior de las casas todo eran fumigaciones, riegos de cloruros, calabazas en vinagre detrás de las puertas”. Lo cierto es que la ciudad activó sus mecanismos de defensa y en medio de la muerte, y de la alerta sanitaria, encontramos de pronto un mundo desconocido, olvidado, habitable: calles tranquilas pobladas de rincones apacibles, noches quietas en que la ciudad se abre para caminarla entera, tardes de principios o mediados del siglo XX en las que el sol arroja sombras plácidas que nada altera.

Extrañaré la influenza. Cuando la locura, el ruido, las prisas, las aglomeraciones, el estrés, el esmog, los gritos de los vendedores ambulantes vuelvan a decirnos que todo ha terminado, algo dentro de mí extrañará los largos días de la influenza.

Héctor de Mauleón

Publicada en Milenio el 2 de mayo de 2009
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En cierta forma comparto lo anterior.

Hay algo que no puedo negar: me divirtió de sobremanera ver a la gente tan asustada. Digo... el crimen organizado, los narcos, el tabaquismo, el alcoholismo y otras tantas enfermedades matan más gente que la que ha muerto ahora por la dichosa influenza humanda y nadie se espanta así. En dado caso, lo que mata no es la influenza humana, es la ignorancia, es el querer curarla con un par de desenfrioles y no ir al médico a ser diagnosticado correctamente a tiempo. Si es curable, ¿para que espantarse así? El Sida no es curable y no veo a la gente correr a hacer compras de pánico a la farmacia y agotar los condones que te protegen hasta en un 99%, por qué si agotar un pedazo de tela que sólo te protege menos de 2% y sólo te dura entre 40 y 60 min. ¡Vamos! ¿Si un condón protegiera sólo el 2% lo usarían?

Quizá soy un fatalista.

...el temblor estuvo chido, pero me hubiera gustado un par de grados más fuerte.

2 comentarios:

José Manuel dijo...

Ja ja, también me decepcionó el temblor, especialmente porque ni lo sentí. Ya veo que no soy al único al que le causan morbosidad las situaciones de emergencia, sobre todo para ver la reacción de la gente. Saludos.

the lines on my face dijo...

jajaja con tu conclusión si suenas fatalista, o tal vez podemos llamarte, aventurero en busca de acción a costa de la salud y vida de los demás, jajaja... no es cierto ;)